A continuación un extracto del libro Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (1936) de Dale Carnegie:
Yo pasé una noche en el camarín de Howard Thurston la última vez que se presentó en Broadway: Thurston, el decano de los magos; Thurston, el rey de la prestidigitación. Durante cuarenta años viajó por el mundo entero una y otra vez, creando ilusiones, engañando con sus tretas al público, y haciendo que la gente quedara boquiabierta de asombro. Más de sesenta millones de personas pagaron entrada por verlo actuar, y así consiguió ganar casi dos millones de dólares.
En esa ocasión pedí al Sr. Thurston que me confiara el secreto de sus triunfos.
Su instrucción no tenía nada que ver con ellos, porque huyó de su casa siendo niño, fue vagabundo por los caminos, viajó en trenes de carga, durmió en pajares, pidió comida de puerta en puerta, y aprendió a leer gracias a los carteles que desde un vagón de carga veía junto al ferrocarril.
¿Tenía extraordinarios conocimientos como prestidigitador? No: me dijo que se han escrito centenares de libros sobre pruebas de magia, y que muchísimas personas saben tanto como él. Pero Thurston tenía dos cosas de que carecían los demás. Primero, la capacidad necesaria para que su personalidad llegara al otro lado de las candilejas. Conocía la naturaleza humana. Todo lo que hacía, cada gesto, cada entonación de la voz, cada elevación de una ceja había sido cuidadosamente ensayado con anterioridad, y sus actos respondían a una perfecta noción del tiempo. Pero, además, Thurston tenía verdadero interés por el público. Me refirió que muchos prestidigitadores miraban al público y decían para sus adentros: «Bien, ya tenemos otro montón de tontos: qué bien los engañaré». Pero el método de Thurston era del todo diferente. Me confesó que cada vez que entraba al escenario se decía:
«Estoy agradecido a toda esta gente que ha venido a verme. Son ellos quienes me permiten ganarme la vida en forma tan agradable. Por ellos haré esta noche todo lo mejor que pueda».
Declaró que jamás se acercaba a las candilejas sin decirse primero, una vez tras otra:
«Adoro a mi público. Adoro a mi público».
¿Ridículo? ¿Absurdo? Tiene usted derecho a pensar lo que quiera. Yo no hago más que repetir, sin comentarios, una receta utilizada por uno de los magos más famosos de todos los tiempos.
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