Por: Ramón Mayrata
De no haber existido José Arsenio Franco Larraz y Lewis Carroll, nunca hubiera existido Pepe Carroll. Una dualidad que caracterizó su vida que fue campo de batalla donde se enfrentaron el ingeniero de caminos y el joven que quería ser prestidigitador; el muchacho tímido y el artista audaz; el presentador de programas populares de televisión y el mago exquisito y portentoso; el hombre mimado por la fortuna y el desventurado perseguido con saña por la desgracia.
A veces la magia es un mensaje garabateado en la oscuridad. Amilkar, el que fuera su amigo más próximo y excelente mago también, en una evocación póstuma[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][1] recuerda cómo sus últimas conversaciones se convertían en monólogos. Un Carroll lejano, casi ausente, escuchaba en el silencio al otro lado del teléfono, cada vez más distante. Hasta que quizá pasó al otro lado del espejo.
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